Alice Munro era un nombre que tenía escrito en una especie de lista "to read" En ella figuraba sólo su apellido, Munro, pues había leído recomendaciones de su obra por blogs en internet y también en artículos de alguna que otra edición digital de ciertas revistas culturales. De modo que cuando se hizo público que le concedían el premio Nobel de Literatura no era una autora que me resultase una absoluta desconocida. Lo que sí es cierto es que su obra no la había vivido nunca. Y digo vivido porque no me viene otro verbo mejor para describir o intentar explicar los sentimientos que he experimentado mientras he leído los cuentos que componen esta maravilla de libro, Demasiada Felicidad.
Los personajes de Alice Munro están tan bien descritos y tan bien plasmados en sus textos que la humanidad que rebosan va más allá del personaje literario protagonista de la obra que lees, acaban convirtiéndose en compañeros (compañeras) de vida con las que sufres, con las que te alegras, con las que lloras o con las que te inquietas. Una sensación que pocos grandes de este oficio consiguen. Pues bien, no lo revelo yo al mundo, pero Alice Munro lo es. Uno de los grandes. En cuanto a personajes podría decir que de los más grande con los que me he encontrado. Desde luego en cuestión de personajes femeninos nadie ha conseguido llegarme de la manera que esta mujer lo ha hecho.
Descubrir a Alice Munro no ha sido descubrir sólo su obra, sino para mí ha supuesto descubrir una forma narrativa. Los cuentos. A los cuentos yo los había tontamente prejuzgado creyéndolos menores, incompletos. Absurdamente y de forma imperdonable consideraba que el cuento era una especie de novela insuficiente, a medio camino y sin acabar. Que sus autores no habían conseguido resolverlos de manera apropiada, que no habían logrado construir una novela. Qué estúpida.
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